"Estaba a punto de cumplir 18 años. Aún era ‘menor’. Había renacido el conflicto de poderes entre la Cárcel y el Reformatorio. Dirimió el asunto la Corte de Apelaciones a petición del Ministerio de Justicia obligando al Director a recibir menores … Desde la llegada supimos que nos darían un trato distinto que al resto de los menores. Nos habilitaron una sección especial, pidieron refuerzos policiales y nos hicieron permanecer en un pabellón de 8 metros de ancho por 40 de fondo, con ventanales a la calle, protegidos por gruesos barrotes interiores. Dos hombres armados nos custodiaban día y noche. Sólo entraban a las horas de comida, cuando los encargados del aseo venían por los tarros de basura o cuando entre nosotros se producía algún disturbio."
El Río, Alfredo Gómez Morel, 1963
Esta novela es la obra clave en la relación delito-literatura en nuestra historia nacional. Hijo de ladrón es brillante, pero carece del barro, el sudor y el semen que esta obra arroja a los ojos del lector desprevenido. Curiosamente estos días reaparece (siempre está reapareciendo) en medio de la novela estupenda de Rafael Gumucio como el proyecto cinematográfico pendiente de uno de sus personajes, en alguna obra de teatro del año pasado, en algún proyecto documental que me presentan, y en el libro de Alvaro Bisama, "100 libros chilenos", crítico y novelista del que no resisto anotar acá una columna suya sobre El Río:
"Escribí un libro sobre literatura chilena y una de las conclusiones más rotundas que saqué en limpio fue que alguien debería reeditar El río (1961), de Alfredo Gómez Morel. Sería un acto de justicia literaria y de riesgo moral. Pero también descubrí otra cosa: que Gómez Morel debería colocarse al lado de Claudio Giaconi.
A ambos los releí la misma semana y me aterraron sus sincronías, reflejos, imposibilidades. Eso, porque, quizás, uno puede ser la sombra del otro, aunque sus mitologías, biografías y generaciones (pero… ¿un bordeline como Goméz Morel fue realmente capaz de pertenecer a algo?) no tengan nada que ver y a sus obras principales las separen diez años, una ciudad y un país completos.
La razón es sencilla: todo lo que La difícil juventud (1954) se propuso (una literatura chilena nueva, la descripción de un Santiago secreto, la caracterización de una angustia existencial capaz de destruir al narrador y al mundo) fue en realidad concretado en El río, aquella obra límite que edifica ese Chile que repta a la sombra de la instituciones, mientras narra la educación moral de un delincuente que aprende las leyes del bajo mundo metropolitano, en un tour de force que incluye religiosos pederastas, ladrones, asesinos, incesto y precariedades de todo tipo. No en vano, El río es conmovedor, demoledor y hardcore, en el sentido más literal de la palabra.
De ahí que al lado de Gómez Morel, Giaconi luzca como un pequeño lord inglés —o ruso, mejor dicho— preocupado de minucias como la existencia de Dios o el sentido del arte, mientras describe adolescentes vacilantes, sacerdotes modernillos, artistas perdidos en la ciudad y vidas dilapidadas por un horror encerrado en las cuatro paredes de ese leimotiv que es la casa chilena.
Pero eso no es suficiente, no basta. Algo falta, al punto de que en el presente, aquel lugar mítico que ocupa Giaconi entre los aprendices de escritores, bien podría ocuparlo Gómez Morel, que fue traducido al francés, prologado por Neruda y luego juró una obediencia bizca al gobierno militar de un modo tan impresentable como delirante. Pasaríamos así de los clichés de un mesías postadolescente que lee a Kierkegaard a un ex delincuente que redacta —como exorcismo, terapia y bildungsroman— sus propias memorias en una novela donde la identidad del narrador está tan violentada que no puede reconocerse ni siquiera en la posibilidad de poseer un nombre propio.
De este modo, mientras los cuentos de La difícil juventud languidecen ahora como documentos de época, la violencia urbana y el Santiago secreto de El río siguen vigentes en cada programa sensacionalista prime time, al modo de un recordatorio de lo que la ciudad olvida y guarda bajo la alfombra, redactando —como alguna vez hizo El roto, de Edwards Bello— las variadas formas de la perversión de la ciudadanía nacional.
Por supuesto, todo lo que yo me estoy aquí inventando es una ficción, suena exagerado. Pero quizás toda la alharaca de Giaconi sobre el agotamiento de la legitimidad de ciertas instituciones y disciplinas (la familia, la iglesia, la filosofía, el arte, los libros) se vuelve una certeza insoslayable en El río, que es una distopía donde el peso de la noche luce más bien como un caudal de agua sucia.
Es una revelación inquietante y sirve, por un rato, para releer el canon. Así, al lado de la prosa afiebrada de El río los artistas calenturientos y los lectores torturados de La difícil juventud (y de los libros de la generación del 50 casi completa) suenan huecos, enfermos de un resfriado literario. El río, por el contrario, es una obra viral, una tuberculosis pura que hace que uno recuerde lo que se olvida a ratos: la mejor literatura chilena siempre es invisible e inclasificable, indefectiblemente monstruosa."
Más sobre El Río aquí, allá y acá y ahí.
A ambos los releí la misma semana y me aterraron sus sincronías, reflejos, imposibilidades. Eso, porque, quizás, uno puede ser la sombra del otro, aunque sus mitologías, biografías y generaciones (pero… ¿un bordeline como Goméz Morel fue realmente capaz de pertenecer a algo?) no tengan nada que ver y a sus obras principales las separen diez años, una ciudad y un país completos.
La razón es sencilla: todo lo que La difícil juventud (1954) se propuso (una literatura chilena nueva, la descripción de un Santiago secreto, la caracterización de una angustia existencial capaz de destruir al narrador y al mundo) fue en realidad concretado en El río, aquella obra límite que edifica ese Chile que repta a la sombra de la instituciones, mientras narra la educación moral de un delincuente que aprende las leyes del bajo mundo metropolitano, en un tour de force que incluye religiosos pederastas, ladrones, asesinos, incesto y precariedades de todo tipo. No en vano, El río es conmovedor, demoledor y hardcore, en el sentido más literal de la palabra.
De ahí que al lado de Gómez Morel, Giaconi luzca como un pequeño lord inglés —o ruso, mejor dicho— preocupado de minucias como la existencia de Dios o el sentido del arte, mientras describe adolescentes vacilantes, sacerdotes modernillos, artistas perdidos en la ciudad y vidas dilapidadas por un horror encerrado en las cuatro paredes de ese leimotiv que es la casa chilena.
Pero eso no es suficiente, no basta. Algo falta, al punto de que en el presente, aquel lugar mítico que ocupa Giaconi entre los aprendices de escritores, bien podría ocuparlo Gómez Morel, que fue traducido al francés, prologado por Neruda y luego juró una obediencia bizca al gobierno militar de un modo tan impresentable como delirante. Pasaríamos así de los clichés de un mesías postadolescente que lee a Kierkegaard a un ex delincuente que redacta —como exorcismo, terapia y bildungsroman— sus propias memorias en una novela donde la identidad del narrador está tan violentada que no puede reconocerse ni siquiera en la posibilidad de poseer un nombre propio.
De este modo, mientras los cuentos de La difícil juventud languidecen ahora como documentos de época, la violencia urbana y el Santiago secreto de El río siguen vigentes en cada programa sensacionalista prime time, al modo de un recordatorio de lo que la ciudad olvida y guarda bajo la alfombra, redactando —como alguna vez hizo El roto, de Edwards Bello— las variadas formas de la perversión de la ciudadanía nacional.
Por supuesto, todo lo que yo me estoy aquí inventando es una ficción, suena exagerado. Pero quizás toda la alharaca de Giaconi sobre el agotamiento de la legitimidad de ciertas instituciones y disciplinas (la familia, la iglesia, la filosofía, el arte, los libros) se vuelve una certeza insoslayable en El río, que es una distopía donde el peso de la noche luce más bien como un caudal de agua sucia.
Es una revelación inquietante y sirve, por un rato, para releer el canon. Así, al lado de la prosa afiebrada de El río los artistas calenturientos y los lectores torturados de La difícil juventud (y de los libros de la generación del 50 casi completa) suenan huecos, enfermos de un resfriado literario. El río, por el contrario, es una obra viral, una tuberculosis pura que hace que uno recuerde lo que se olvida a ratos: la mejor literatura chilena siempre es invisible e inclasificable, indefectiblemente monstruosa."
Más sobre El Río aquí, allá y acá y ahí.
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