Salvo en la apreciación histórica, muy de acuerdo con el rector.
"Si había algo previsible en Chile, anunciado una y mil veces, era la tragedia que acaba de ocurrir. Todas las cosas malas de este año -el terremoto, el encierro de los mineros, incluso la huelga de los mapuches- pudieron ser sorpresivas, caídas del cielo, como si fueran un castigo caprichoso.
Salvo estas muertes.
Informes de la Corte Suprema, múltiples reportes de derechos humanos, denuncias internacionales, programas periodísticos, declaraciones eclesiales. Todas ellas, una y otra vez, hasta el cansancio o la majadería, dijeron que en las cárceles de Chile se violaban cotidianamente los derechos humanos y se incubaba una tragedia.
Lo vocearon una y otra vez.
¿Por qué nadie oyó nada?
La explicación de esa sordera es ideológica.
Si en los sesenta la política consistía en atender a las masas que gritaban: ¡Tenemos hambre!, en los noventa los políticos comenzaron a ver a la ciudadanía de a pie como un conjunto de vecinos gritando: ¡Tenemos miedo! Y en vez de poner racionalidad a esa demanda -evitando convertir a los victimarios en víctimas del estado- la clase política se sumó al coro.
Entonces poco a poco se comenzó a hablar de la delincuencia como si ella fuera una clase de individuos, un grupo social perfectamente identificable, al que pudiera aislarse y someter.
Una vez que se dio ese primer paso -los delincuentes son los otros- el resto vino por añadidura. Rota la reciprocidad, que es la base de la ética -yo puedo ser tú y tú puedes ser yo- el único reclamo fue endurecer las penas. Si los delincuentes son los otros, ¿qué razón habría en reclamar para ellos el trato que usted reclamaría para sí mismo? Si la imparcialidad se alcanza cuando uno se pone en el lugar del otro, ¿cómo tratar con imparcialidad y con justicia a quien es visto como un extraño al que usted, ni siquiera en su imaginación, puede asemejarse?
Cuando los delincuentes se convirtieron en los extraños de nuestra sociedad, se rompieron las amarras éticas y ya nada importó demasiado. De ahí en adelante se comenzó a tejer la utopía de un mundo donde nadie delinque, porque todos los que delinquen están bajo llave.
De ese prejuicio ideológico y de ese sueño insensato son culpables la derecha y la izquierda: la derecha, que comenzó a proclamarlo; la izquierda, que comenzó tontamente a repetirlo. Acerca de esto no vale la pena engañarse. En los últimos veinte años si la Concertación se esforzó -como acaba de recordar el ex Presidente Lagos- para duplicar la superficie carcelaria, también, dócil al prejuicio inveterado que había que cercar la delincuencia a cualquier costo, se esmeró por llenar rápidamente esos nuevos espacios.
Las cifras son elocuentes: el año 2004 había en Chile 229 personas recluidas por cada cien mil habitantes, seis años después esa cifra alcanza a 315 personas por cada cien mil habitantes.
Así las cosas, no es raro que, a pesar de haberse aumentado la superficie carcelaria, nuestro país tenga el peor índice de hacinamiento de Latinoamérica: un 98.1%, según datos del Centro de Justicia de las Américas (en tanto ese mismo índice alcanza a 30% en Argentina o México).
No hay que echarse tierra a los ojos: en los últimos veinte años se puso el mismo empeño en construir cárceles que en llenarlas y todo ello por fidelidad a un prejuicio que comenzó a esparcir la derecha y que la Concertación hizo suyo sin el menor escrutinio crítico: que los delincuentes son los otros y que no les debemos nada.
Toda sociedad tiene sus miedos y sus extraños a los que erige en enemigos, y toda sociedad tiene sus utopías, sus ideas fantasiosas acerca de lo que es, finalmente, deseable; pero entre nosotros, a falta de utopías más dignas, la izquierda y la derecha comenzaron a esparcir la utopía estúpida de un mundo sin delitos.
Y todas las utopías -incluso las estúpidas- acaban teniendo sus víctimas. Es cosa de mirar a San Miguel."
1 comentario:
y finalmente se le colocó el candado a la puerta giratoria. Alimentar el miedo es también ideológico.
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