En el III Encuentro de la Sociedad Chilena de Políticas Públicas, de la que soy miembro, fue seleccionada esta ponencia, que presenté en el día de hoy.
Entre nosotros no es infrecuente, armados de una fe ciega similar a la de Bouvard y Pecuchet, reducir un proceso de reforma o de cambio a la dictación de una nueva ley. Pareciera suponerse que la nueva norma va a generar una modificación de la realidad tan sólo con su aparición en letras de molde en el boletín legislativo o diario oficial. Por cierto, en el acto de promulgación se asperjan un par de frases admonitorias sobre “cambio cultural” y luego el paisaje debiera comenzar a obedecer.
A esto Waissbluth (2010) lo ha denominado la ausencia de vitamina “i”: “solemos diseñar políticas públicas y asignar financiamiento, aunque se dedica escasísima preocupación respecto de qué instituciones deben desarrollar una determinada política.”
La revisión de la literatura comparada, de nuestra historia con sus éxitos y dificultades, permite advertir que también la política pública suele incurrir en el fetichismo normativo que Peña (2002) denunció hace cosa de una década. Crear nuevas leyes es complejo pero lo es más si esas leyes organizan o reorganizan servicios públicos de carácter nacional, si introducen elementos que, a su vez, pueden generar dinámicas novedosas e impredecibles.
Ocho son las dimensiones que, me parece, requieren significativa atención, tanto en la fase de planificación, como en las de ejecución, monitoreo y evaluación del proceso de reforma.
1. Normativa
2. Institucional
3. Infraestructura
4. Presupuestaria
5. Recursos humanos
6. Gestión de nuevos servicios
7. Gestión de circuito
8. Información y Estadística
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