El
encarcelamiento es una pieza clave de un sistema de justicia, pues cumple
funciones de retribución, disuasión general y prevención especial a través de
la reinserción o incapacitación. Sin embargo, la evidencia lleva a tres
conclusiones.
Primero,
que la celeridad o probabilidad de que se aplique una sanción es mucho más
importante que la magnitud de esta. Es más, cuando las penas son demasiado
altas, el sistema eleva tanto los estándares probatorios, que finalmente se
aplican poco en la práctica, disminuyendo así su efecto disuasivo real.
En
segundo lugar, la reclusión evita más daños sociales que los costos que implica
mantener a una persona recluida, pero solo en el caso de infractores violentos
o prolíficos de alto riesgo. Y, por último, la rehabilitación y la liberación
progresiva al medio libre sí reducen la reincidencia, y son claves, porque
tarde o temprano la gran mayoría de las personas debe insertarse en la sociedad
(en Chile, 20 mil personas egresan de las cárceles cada año). En el caso de
infractores juveniles, esto es todavía más relevante, pues una respuesta
temprana y eficaz ante la comisión de los primeros delitos evita gran cantidad
de victimización futura.
En
nuestro país, todo indica que estamos haciendo un uso excesivo de la cárcel,
pues tenemos una tasa de encarcelamiento comparadamente alta (296 reclusos cada
100 mil habitantes), y un bajo uso proporcional de penas alternativas a la
reclusión (alrededor de 50% de la población penal cumple penas en medio libre
en Chile, mientras en países desarrollados esta cifra llega hasta el 80%) y,
además, las coberturas de programas de reinserción aún alcanzan a tasas de no
más del 5% de la población penal. Todo lo anterior, sumado a problemas
históricos de gestión del sistema penitenciario, obliga a poner la política
penitenciaria al centro de las políticas de seguridad pública, y basarla en la
evidencia empírica, para efectivamente producir mayores niveles de seguridad.
A este
respecto, si bien subsisten diversos desafíos, el Ministerio de Justicia ha
avanzado desplegando, entre otras iniciativas, mejoras en condiciones de
habitabilidad básicas, pero históricamente desatendidas, diseñadas antes del
horrendo incendio de la cárcel de San Miguel; la racionalización del uso de la
cárcel; la tramitación de una nueva ley de penas sustitutivas -proyecto en el
que Paz Ciudadana trabajó desde 1997-; el ingreso del proyecto que divide el
Servicio Nacional de Menores -respondiendo a un diagnóstico compartido por ya
más de una década sobre la necesidad de separarlo- y de reforma al sistema
procesal penal.
Además,
ha instalado comisiones de trabajo con académicos y expertos para un nuevo
Código Penal, para la Reforma Penitenciaria, para incluir el enfoque de género,
para perfeccionar la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente y para avanzar
más en la implementación de los Tribunales de Tratamiento de Drogas -iniciativa
impulsada como piloto por Paz Ciudadana en 2004-.
También
ha realizado estudios de evaluación de programas, adaptado instrumentos de
evaluación de riesgos propios de un sistema penitenciario moderno y buscado
soluciones para materializar, con el debido resguardo, el derecho a voto
constitucionalmente consagrado desde 1980 para personas recluidas imputadas, o
acusadas o condenadas a penas de hasta tres años.
Así,
en materia penitenciaria nos encontramos hoy como país en un "punto de
quiebre" o tipping point , que influirá también en nuestra senda hacia el
desarrollo: si nuestros líderes caen en la tentación del populismo penal, solo
aumentaremos el gasto en cosas que ya se sabe no funcionan. Por el contrario,
si avanzamos en modernizaciones y programas basados en evidencia y en línea con
tratados internacionales, tendremos más impacto por peso gastado, y lograremos
hacer justicia y proteger a la sociedad -que es lo que esta, finalmente, exige-.